Omar Chabán agoniza en un hospital, delira e imagina que está discutiendo de plata con Luca Prodan. Tiene cáncer, pesa menos de 50 kilos y los médicos son pesimistas: le dan días, meses de vida. Tal vez no saben que Omar Chabán está muerto hace rato. Juzgado y condenado por el desastre de República Cromañón, su última invención, en su figura provocadora y desharrapada –proyectada entre la ambición, el arte, la megalomanía y la quimera– se condensan muchas de las contradicciones de un sistema perverso y corrupto que perdura. Cromañón ha logrado tapar la obra que lo sobrevivirá profundamente: esa obra es la marca visceral que ha dejado Cemento en la cultura popular argentina. Mucho antes de que a cualquier imbécil se le ocurriera prender fuego en un lugar cerrado, cuando la música –como dijo Charly García hace un mes a Radar– cumplía la función que tenía que cumplir (“que no es incendiar un boliche con bengalas, que no es manifestarse como en una cancha de fútbol, que no es que la banda siga a la gente…”), Cemento era un sitio de experimentación y vanguardia más que de rock. A partir del menemismo fue un vulgar espacio de recitales, que coincidió con la futbolización del rock argentino: un atajo para los que no podían llegar a Obras Sanitarias. En ese sentido, Cemento representó otro símbolo: el de la pauperización cultural.
Ahora que se festejan los 30 años de la recuperación de la democracia, no se debería pasar por alto el espíritu del Cemento original cuando, dentro de una programación inspirada por audacias estéticas y ruptura, el rock era apenas una manifestación más. Chabán, su entonces pareja Katja Alemann y la madre de Katja, la actriz Marilousie Alemann, se endeudaron para poner a punto ese galpón de mil quinientos metros cuadrados con entrada por la calle Estados Unidos 1238, en el que vislumbraron la posibilidad de adaptar las tendencias europeas de teatro de riesgo y discotecas espacialmente despojadas, que Chabán había descubierto sobre todo en Berlín. La idea era que no perdiera el sabor argentino. “Yo quería hacer –-explicaba Chabán– una mezcla de la discoteca New York City y el Teatro San Martín que dirigía Kive Staiff, pero en un espacio gigante.”
Cemento se inauguró el 28 de junio de 1985, un año más tarde de lo previsto. En 1984 estaba listo, pero una viga cedió y lastimó a un arquitecto y a un albañil. La reconstrucción del techo y el dinero para asumir juicios laborales lo demoraron todo. Once días después de la apertura, Katja Alemann quiso dar un golpe de efecto y decidió celebrar el 9 de Julio con una performance que hoy el imaginario colectivo de aquella grey invernal de sobretodos oscuros evoca como memorable. Cuenta Katja: “Entré en un mateo, desnuda, amordazada y atada con cadenas. Mi única ropa eran tules celestes y blancos. Estaba vestida de la Patria. En la barra me esperaban, desnudos como efebos, Batato Barea y Gabriel Chame. Me alzaron y me llevaron al escenario. De fondo se escuchaba el Ave María. Los chicos se me acercaban y me tocaban: no podían creer que estuviera desnuda. Batato los espantaba con gestos ampulosos. De pronto sonó el Himno Nacional. Rompí las cadenas y quedé sola, iluminada por antorchas”.
Ese Cemento modelo ’85 extendió su revulsión dos o tres años más, en sintonía con otros locales que abrían o empezarían a abrir, como el Parakultural, Palladium, más tarde el Rojas. Fue el surgimiento y la consolidación de la escena under, que marcaría el arte de las décadas siguientes. El origen de parte de los festejos oficiales del Bicentenario a cargo de Fuerza Bruta habrá que rastrearlo en aquellas humosas noches, cuando La Organización Negra profundizaba en el teatro de acción con el espectáculo UORC. En Cemento, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota presentaron el disco debut Gulp! ante 850 personas. Ahí crecieron Omar Viola y Vivi Tellas, Batato Barea presentó La Cama y Las Gambas al Ajillo agitaron la obra Subdesarroshow.
El desencanto con el Alfonsín del Felices Pascuas y la economía que se despeñaba lentamente hacia la hiperinflación, sumado al divorcio entre Chabán y Katja Alemann, fueron dejando sin margen al Cemento de la intrepidez. Chabán comprendió que el rock era el negocio del momento, y el galpón se convirtió en el refugio de bandas en ascenso como Ratones Paranoicos, Attaque 77, Divididos y tantas más. Ya no había un público de Cemento: el público era de las bandas. Fue el fin de una época cultural y política, y comenzaba otra performance: la del menemismo.
Son, finalmente, noticias de un siglo que aparece demasiado lejano, probablemente aderezadas por cierta empecinada nostalgia. Lo concreto es que Omar Chabán agoniza en un hospital y delira con los fantasmas de ese pasado. Tal vez sea su mejor final posible. Que los ecos de voces amigables como las de Batato o iracundas como la de Luca se impongan en estas noches febriles y logren desplazar los ecos de otros fantasmas: la danza espectral de los 194 muertos del maldito Cromañón.
Por Mariano Del Mazo para Página/12