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octubre 2013

Cemento fresco

    Omar Chabán agoniza en un hospital, delira e imagina que está discutiendo de plata con Luca Prodan. Tiene cáncer, pesa menos de 50 kilos y los médicos son pesimistas: le dan días, meses de vida. Tal vez no saben que Omar Chabán está muerto hace rato. Juzgado y condenado por el desastre de República Cromañón, su última invención, en su figura provocadora y desharrapada –proyectada entre la ambición, el arte, la megalomanía y la quimera– se condensan muchas de las contradicciones de un sistema perverso y corrupto que perdura. Cromañón ha logrado tapar la obra que lo sobrevivirá profundamente: esa obra es la marca visceral que ha dejado Cemento en la cultura popular argentina. Mucho antes de que a cualquier imbécil se le ocurriera prender fuego en un lugar cerrado, cuando la música –como dijo Charly García hace un mes a Radar– cumplía la función que tenía que cumplir (“que no es incendiar un boliche con bengalas, que no es manifestarse como en una cancha de fútbol, que no es que la banda siga a la gente…”), Cemento era un sitio de experimentación y vanguardia más que de rock. A partir del menemismo fue un vulgar espacio de recitales, que coincidió con la futbolización del rock argentino: un atajo para los que no podían llegar a Obras Sanitarias. En ese sentido, Cemento representó otro símbolo: el de la pauperización cultural.

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